Hace unos años, los suficientes para que ya, algunas
cosas no me vengan a la memoria, me sucedió lo que quiero relatar.
Había en la llamada carretera de Villacastín a Vigo,
sobre todo en la comarca de Sanabria, las famosas ventas que jalonaban la
mencionada carretera.
En Sanabria se iniciaba la subida a las portillas de
Padornelo y de La Canda, en una carretera, que era eso; carretera para carretas
tiradas por bueyes y caballos.
Una noche que transitaba por esta carretera, me vi
obligado a pernoctar en una de esas ventas.
Era una venta que había, subiendo hacia Padornelo, un
poco antes de la Revueltas del Suspiro.
Se hizo de noche, era invierno y empezaba a nevar. No
era aconsejable continuar. No seria el primero en perecer atrapado por la
nieve.
Había demasiadas cruces a los lados de la carretera
que daban fé de gente muerta en la zona, por imprudencias al pensar que podían
haber vencido al temporal.
Después de cenar, sentado en un banco con el resto de
los pernoctantes, alrededor de un fuego, en una sala rectángular que después
serviría también para dormir, bien sobre el banco o sobre unos jergones de paja
puestos a tal efecto cerca de la fogata que no se apagaba en toda la
noche.
La cena consistía en un tazón de caldo de berzas con
patatas, donde habían previamente bañado un trozo de tocino. Era lo que había y
con el frío y la caminata, aquello era un verdadero manjar.
También había unos odres de vino que durante toda la
noche no pararon de sangrar los venteros a petición de los residentes temporales
en la venta.
Después de la cena, y con un cuartillo de vino en la
mano, contemplando como el fuego devoraba unos “torgos” y “rachos” de carballu
esperando que pasase la noche, se sentó al lado mio la ventera. Una matrona que
ya debía rebasar el medio siglo, oronda muy simpática y habladora.
Salió en la conversación la leyenda del nacimiento
del Lago de Sanabria, cosa que todo el mundo conoce. Yo, descreido de mi, que no
creía en esas cosas milagrosas, me reí un poco con el consiguiente gesto de
enfado de la ventera, que me reprochó aquello, diciéndome que podría comprobarlo
por mí mismo si quería. No tenía más que pasar la noche de la víspera de San
Juan en el lago, a poder ser en la isla de de las Moras. Tendría la oportunidad
de escuchar la campana Bamba. (Por cierto, el castillo del rey Bamba está en La
Tejera, algún día hablaremos de él), a las doce de la noche.
Le prometí a la señora que a la primera oportunidad
que tuviese, haría lo que ella me dijo, y luego pasaría a contárselo.
Me dijo que era una promesa y que no debería
romperla, si lo hacía ella me castigaría.
En el mes de Junio siguiente, decidí cumplir mi
promesa.
Aquel verano, y por aquellos días, hacia un tiempo
estupendo. Era una buena ocasión para pasar una noche al aire libre en la isla
de las Moras.
A las diez de la noche conseguí, por medio de una
balsa artesanal, acceder a la isla, equipado con una fiambrera de habones con
oreja, una pinta de vino, y un recipiente con café, para cenar y acompañar la
soledad.
A las doce de la noche, sonaron las campanas de
Ribadelago, a las que contestaron las de San Martín, y seguramente las de Vigo.
Entonces pensé yo que aquello sería lo que alguna vez oiría algún furtivo de
truchas en el Tera, y con el miedo lo atribuyó a las campanas de Villaverde de
Lucerna.
No se sintió mas nada que el canto de los grillos,
alguna que otra carricanta y el chapoteo de alguna salmo fario, atrapando alguna
mosca. La luna brillaba en lo alto y la vista del lago era especialmente
hechizante y no me extrañó nada que subyugase a alguna persona en las mismas
circunstancias.
Me empezaba a quedar dormido, cuando me pareció oír
un ruido. Como cuando sale del agua una nutria, muy suave.
Presté atención y escuché el sonido amortiguado de
una campana. Parecía que salía del fondo del lago. Quedé asombrado, pués se
decía que la campana sonaría a las doce de la noche. Miré mi reloj y vi que era
exactamente la una. De súbito me dí cuenta que mi hora era la “oficial”,
efectivamente eran las doce solares.
No salía de mi asombro, cuando descubrí a tres
mujeres, sentadas al borde de la isla con las extremidades metidas dentro del
agua.
Me acerqué para hablar con ellas, y con asombro
descubrí que eran tres sirenas, que estaban sentadas recibiendo los rayos de la
luna..
Cuando me acerqué, ellas al verme se sumergieron en
las cristalinas aguas del lago, justo cuando se escuchaba la última campanada
del fondo del lago. Efectivamente eran la campana de Villaverde de Lucerna,
aquella que el buey bragao no había podido sacar.
Al volver al lugar donde había dejado la balsa, me
pareció oír la voz de la mujer de la venta del Suspiro, que me decía: Has
cumplido tu promesa. Has visto la verdad. Solo te queda ir a contarlo a la
venta.
Salí de la isla, e inicié el camino de subida de
nuevo al Padornelo. Tenía que ir a la venta a cumplir mi promesa.
Pasé por Requejo a medio día, con un sol de justicia.
Una hora más tarde cuando estaba ya cerca de la venta, una espesa niebla cubrió
la misma y la falda de la montaña hasta el rio Castro.
Empezó a hacer frío. Entré en la venta. Estaba
totalmente vacía, solo había un hombre sentado en el escaño delante del
fuego. Tenía la cabeza entre las manos. Al sentirme se levantó, vino hacia mi,
me dio un abrazo y llorando me dijo: Hemos enterrado ayer tarde a la ventera. Me
dejó dicho que le contase que las tres sirenas son las tres mujeres que hacían
pan cuando Jesucristo pasó por Villaverde de Lucerna.